
Si retorcemos las palabras de Marx, incluso estamos ante un salto cualitativo, ante el desembarco (y no hablamos de pateras) del Tercer Mundo en las leyes, los convenios, en las reglas del juego de Occidente.
El mensaje oficial es que la situación de bonanza ha enriquecido a la sociedad occidental de manera injusta e insostenible, y la crisis no ha hecho sino equilibrar la balanza, presentándonos una situación peor, pero real. Entonces, nos venden la idea de una serie de reformas necesarias (sic.) que pueden evitar el temido rescate, es decir, que un país como el nuestro adquiera una deuda aún mayor y a un precio aún más desproporcionado con los inversores, con la banca y con sus vecinos.
Así pues, se impone la reforma laboral, la reforma de las pensiones, la eliminación del IPC de la ecuación de los salarios, la revisión de la sanidad pública, de la educación (la idea es pagar según la llamada productividad), la bajada de los sueldos de los empleados públicos (parásitos que se llevan crudo el dinero del contribuyente), y podríamos nombrar otras lindezas. Mientras tanto, los inversores que provocaron la crisis se llenan los bolsillos, el Estado rescata la banca con dinero público, la prensa repite el mensaje de que todo está en orden, de que hay que apretarse el cinturón, mira Grecia, mira Irlanda, mira Portugal, mira y calla porque estás más guapo.
Pero callar es un error, una ignominia, casi es lesa humanidad. Hemos de evitar por todos los medios que nos la den, de nuevo, con queso, que siempre paguemos los mismos, que los culpables se vayan de rositas, incluso con varios cientos de millones más. No obstante, si miramos de frente la realidad, vemos que, tras un primer impulso de lo más rejuvenecedor, el hacktivismo, que ha aglutinado a gente de la más diversa índole política o, directamente sin índole, se muere de éxito.
Los canales habituales (IRC, Twitter, Facebook, blogs) se estabilizan mientras cualquier actividad que se desarrolla fuera del entorno doméstico, más aún, fuera de las pantallas en las que estáis leyendo este post, tiene una acogida marginal, siempre desde una óptica benevolente. Nada más que tenemos que observar el poder de convocatoria de uno de nuestros queridos macrobotellones (You gotta fight for your right to party!), y compararlo, por ejemplo, con el de las concentraciones de Estado del malestar, el de una huelga general o el de la próxima manifestación del 15 de mayo. No hay color. Queremos lo de siempre. Pan y circo. Cuatro Madrid-Barça en dos semanas, alcohol por un tubo, Telecinco y tiro porque me toca.
Sobre el hecho constatado de la berlusconización de nuestro entorno ya hemos hablado en otras entradas, y seguiremos planteándolo en todo momento, pero hoy la cuestión es otra. Hoy, las animadoras se preguntan, os preguntan, algo muy distinto.
Es cierto que cualquier movilización tiene un poder de convocatoria nulo, si no negativo. Las razones podemos buscarlas en la desconfianza de los ciudadanos en la política y en los políticos, que hace que, ante cualquier iniciativa, la respuesta sea una pregunta, y nos preguntemos quién está detrás y quién se beneficia. También el hastío y la percepción de que hagamos lo que hagamos nada va a cambiar juegan cierto papel. Y ya, en menor grado, y sobre todo cuando triunfa el sentido común y la gente se echa a la calle, el miedo, puro y simple.
No hay que irse a la plaza de Tahrir para ver cómo se las gastan las fuerzas y cuerpos de seguridad. En el Reino Unido, durante las movilizaciones que siguieron a las reformas del Gobierno conservador, la policía usó la divertida estrategia de la kettle, que consiste en encerrar a los manifestantes en una plaza, mandándoles de una salida a otra, durante horas, para que se pusieran nerviosos y ejerciesen alguna forma de violencia. En ese momento, o bien se reprime con fuerza a los manifestantes, o entran en juego los medios de comunicación que retransmiten en directo los desmanes de grupos antisistema. Esta táctica, descrita con precisión en este enlace, hace que a cualquiera se le quiten las ganas de acudir a otra protesta.
Pero si los políticos, la policía, los sindicatos, la desidia, los medios de comunicación y el miedo tienen parte de culpa, la palma se la lleva el final de todo. Supongamos que nos escuchan, que, de repente, el mundo cambia para ser más justo, que crucificamos a los banqueros, que cierra Standard and Poor's y los brazos de sus ejecutivos son amputados y arrojados a las bacterias carnívoras, o a un tigre siberiano. Esto ya se lo han preguntado muchos en muchas épocas, qué ocurre tras el triunfo de la revolución.
Solución tradicional
Ya que imaginamos, vamos a acotarla a, digamos, la Unión Europea. ¿Queremos la economía de mercado? Si la respuesta es negativa, toca nacionalizar los medios de producción, ya que lo que es propiedad pública es de todos los ciudadanos. También deberíamos abolir la propiedad privada, que es la fuente de la plusvalía y de la avaricia de los inversores.
Europa tendrá una autoridad económica única que comercie con otros Estados de la aldea global en igualdad de condiciones, cuyos beneficios revertirán directamente al erario público, sin que ninguna empresa se interponga, reduciendo el margen de beneficios. Así, los precios serán competitivos y podremos mantener nuestro nivel de vida. El paraíso. Será necesario, también, abolir los partidos políticos. No querríamos que algún Gobierno irresponsable elegido por sufragio universal emprendiera el camino de la contrarrevolución. Tampoco deberíamos permitir que el pueblo votase. No vamos a dejar el futuro de Europa y la próxima debacle en manos de la plebe. Todo esto tiene un nombre, y varios inconvenientes. Lenin decía que los soviets más la electricidad dan como resultado el comunismo. Ahora sabemos que la corrupción, la vigilancia ideológica, la paranoia y el terror son consustanciales a este tipo de paraíso. Eso sí, Moody's no pinta nada en esta ecuación.
El poder, para el pueblo
Otro escenario, un poco más acorde con los gustos de nuestro tiempo, es la democracia participativa, no representativa. En este sistema, todas las decisiones, o al menos las importantes, estarían en manos del pueblo, que votaría en referéndum cada una de ellas, o un grupo de decisiones semanales, o mensuales, referentes a su ciudad, a su región o al conjunto del Estado. Esa opción presenta, como mínimo, tres inconvenientes.
El primero es la decisión sobre cuáles son las decisiones sobre las que hay que consultar al ciudadano, y cómo se agrupan. Habría un cuerpo técnico encargado de decidir, por ejemplo, si la decisión sobre un contrato público a una u otra empresa correspondería a los ciudadanos, que deberían informarse (o no) sobre la idoneidad, sobre los pros y los contras de esas compañías, o, en cambio, sería un asunto especializado que solo pueden dictaminar, digamos, los llamados expertos. Pronto, con una actuación conveniente de los lobbies, el número de situaciones de este tipo se multiplicaría, conque volveríamos a la situación actual en lo que tardamos en decir democracia participativa.
En segundo lugar, la burocracia relativa a las elecciones crecería de forma exponencial. Podemos objetar que el marco digital haría todo mucho más fácil, ya que los ciudadanos podrían votar por Internet. Sin embargo, sabemos bien que esto haría más viable el fraude y, al no haber interventores de unas opciones u otras, al final habríamos votado lo que decidieran los queridos grupos de presión, ahora con hackers en nómina.

Nos vais a tener que perdonar, pero la gente desea, por encima de todo, seguir tragando, que le dejen en paz, sentarse a ver Telecinco o alguna de sus versiones, elegir la vida. Desea lo que ve deseable, y lo deseable es lo que está en los medios de comunicación, que son especialistas en crear estados de opinión previo pago. Si vota cada dos semanas, votará lo que se le diga. Aunque podríamos censurar los medios, y entonces volveríamos a la primera opción, pero con la electricidad más cara.
No podemos ni queremos dar una solución. Tampoco queremos aburrir, ni pontificar, ni sentar cátedra. Más que dar respuestas, las buscamos. Es absolutamente necesario encontrarlas, ya que, si queremos cambios, tenemos que ofrecer algo, y para hacerlo, hay que tener algo que ofrecer. Algo inteligible, digerible, de todos y para todos. Hay multitud de fuerzas en liza. Anonymous, NoLesVotes, Estado del malestar, Democracia real ya y el Partido Pirata, entre otras muchas, intentan canalizar el descontento. Conocemos al enemigo. Sabemos por qué protestamos. Ahora debemos decidir para qué protestamos.
Convocaré elecciones, venderé mis acciones y me iré de vacaciones.
Viva el mal. Viva la democracia real y la represión marcial. Viva la revolución cultural.
Super buen artículo. Tienes razón. La gran mayoría prefiere seguir como está o pasa de hacer nada... Esto es una tristísima realidad. Pero bueno, hay que seguir "dando la lata" para que se vaya propagando el mensaje... Que para qué protestamos? Para vivir en una sociedad realmente social!!!!!! Para disfrutar de nuestros derechos puesto que nosotros no hemos dejado de cumplir con nuestras obligaciones. Para que el sistema sea, como poco, normal!!!! Y si, ¡¡¡¡¡VIVA EL MAL Y LA REVOLUCION CULTURAL!!!!!! (Y la tecnocracia!)
ResponderEliminarFántastico !!! y el currito de buscar el multimedia, impresionante...
ResponderEliminarLo mejor de las preguntas, es que como siempre , no tienen respuesta. Y no la tendrán ni con la singularidad , pues unas caerán para dejar paso a otras nuevas.
somos evolución y conflicto, y también somos amor. y quizás nos pedimos como humanos, siendo todavía homínidos.
Lo más maravilloso de todo , es la percepción de que en la turbulencia , los afectos fluyen con mayor intensidad.
Sin el conflicto no te habría conocido, y te estoy cogiendo afecto...
un abrazo.
Eso. Viva el mal, claro que sí. Muchísimas gracias. Reconozco que he retocado un poco la foto de la princesa del pueblo. Mea culpa ^^
ResponderEliminarLas preguntas y los conflictos son como todo. Sin ellos nada más que hay respuestas, y oír solo el sonido de nuestras propias voces no es, digamos, sano.
En cuanto a los afectos, es cierto que aparecen, y hacen que todo esto merezca la pena aún más. Hasta yo, que suelo ser tan malvado, os cojo cariño.
Bueno, no voy a seguir el camino de la empatía, que al final paso el test Voigt-Kampff y dejo de ser un replicante (snif). Un abrazo.