En coche



Antes de seguir repartiendo metralla a siniestra y sobre todo a diestra, me gustaría compartir algo a propósito del último barómetro del CIS.


El 24 de mayo de 2015, al caer la tarde, el consejo de redacción de Salvando animadoras al completo se encontraba conduciendo por una carretera nacional. Habíamos hecho un viaje de un día por un asunto familiar –sí, incluso los comebebés tienen familia–, y los familiares del asunto charlaban alegremente sobre uno y otro extremo de aquel cuando se me ocurrió poner la radio, no sé si la Ser o Radio Nacional (si no es Radio 3, la emisora me viene a dar igual). 

Los colegios electorales habían cerrado y los locutores comenzaban a leer los primeros datos de las encuestas a pie de urna. Cuando oí lo que estaba pasando, que ciudades en las que se jugaba un presupuesto brutal como Madrid o Barcelona se les escapaban de las manos, que lo estaban perdiendo todo, fui dejando de lado, el Leñor me perdone, la conversación. Donde los neoliberales catalanes y españoles habían tejido redes clientelares, habían privatizado beneficios y socializado pérdidas, la sociedad civil había dejado de lado las tradicionales luchas cainitas y había tejido candidaturas municipalistas con generosidad y altura de miras. Para colmo, alguien supo elegir a dos figuras de trayectoria impecable que, lejos de parecer demasiado oportunas, sumaron, y mucho, a las dos candidaturas.

Iba pensando que, aunque en mi ciudad volvería a gobernar el Partido Popular aun habiendo perdido la mitad de los concejales en pos de Ciudadanos que, no nos engañemos, les apoyaría ipso facto (ocurrió al día siguiente: no había que ser un lince), en las capitales más pobladas habría alcaldesas que gobernarían, al menos durante cuatro años, al menos un poco, para los que no habían gobernado nunca. El resto de la comitiva se preguntaba por qué me importaba lo que ocurriera en Madrid o en Barcelona.

Me importaba por varias razones. En primer lugar, no deberíamos olvidarnos de lo que significan las elecciones municipales en nuestro país. Hace tiempo, un 12 de abril, se celebraron unas elecciones municipales y, dos días después, un señor que era rey cruzaba la frontera camino del exilio. 

De ultraizquierda a izquierda, Manuela Carmena, Ada Colau, Pablo Iglesias, Juan Carlos Monedero e Íñigo Errejón

En segundo lugar, de algún modo había que abrir el melón: para que ocurriera algo en invierno tenía que ocurrir algo en primavera, y ocurrió bien ocurrido. Luego vendría la prestidigitación plebiscitaria en Cataluña y el juego de trileros de las encuestas, pero algo había cambiado. Las dos capitales se convertirían en un escaparate de cómo gobernaban los bolivarianos con los que asustaban a nuestros mayores en la televisión un día sí y otro también, y así veríamos todos lo bolivarianos que eran.

En tercer lugar, el resultado era una bofetada en la cara de los que creían que no podía pasar nada, de aquellos que llenaron los cajones de sus despachos de contratos amañados y sus bolsillos de dinero de los interesados con la seguridad de que nadie abriría nunca sus cajones ni auditaría sus cuentas ni tocaría sus bolsillos.

La cuarta razón es psicológica. Perder Barcelona fue un golpe mortal para CiU. Por lo pronto, esa coalición, que ha gobernado Cataluña tres décadas con puño de hierro incluso desde la oposición, ya ni existe, y Unió hoy es una fuerza extraparlamentaria. Barcelona es la capital de Cataluña, lugar lleno de misterio y encantamiento que un cartel de empresarios locales dice defender de Madrid, ciudad carpetovetónica, casposa, capital del Reino de otro rey que les arrebató Barcelona un 11 de septiembre y cuyo sucesor, que solo le aventaja en un palito, se sienta hoy en el trono y despliega sus alas el 12 de octubre. Mientras sigan haciendo caja, como si les compran la moto de sant Jordi y el dragón. Los ciudadanos se dieron cuenta de que, si participaban, a lo mejor volverían a existir a todos los efectos, incluso en las instituciones. Entonces dejaron, al menos de momento, de lado la deuda de Felipe V y decidieron existir.

Esta visión es complementaria de otra. Y es que, para que exista ese Madrid carpetovetónico, los carpetos y los vetones tienen que gobernar en Madrid. Para el PP, perder Madrid fue casi como perder el alma, perder su visión de un mundo feliz de colegios privados, hospitales privados como privada era el agua, los transportes, la basura... Les faltó privatizar el pleno con todos sus concejales y que la mano de Ana Botella fuera propiedad de la junta de accionistas de alguna de las empresas del IBEX. Cuando, Dios no se atreviera siquiera a imaginarlo, dejara de respirar, sería enjoyada y exhibida en un centro comercial donde estudiantes de LADE irían a venerar su piel incorrupta y externalizada. Luego vendrían Valencia, Zaragoza, Cádiz y otras glorias provincianas. Pero Madrid es Madrid, de Madrid al cielo y ahora Madrid caía en manos de la Comuna de París. 

Niños que recogen colillas en el Madrid de Carmena.

Este panorama, el de toda una capital europea gobernada por seres despreciables que venden los servicios públicos por partes a amigos y familiares mientras subvencionan actividades tan edificantes como los toros era el reflejo de otra capital europea que sí prohibía los toros porque recordaban a la primera, pero se olvidaba de sus habitantes que, desahuciados, fuera de la vida institucional, no se tenían en cuenta ni en época de elecciones porque habían dejado de votar. Mientras tanto, aquel cartel de industriales era tan patriota que cobraba el 3% de cada obra pública y de cada negocio porque quería un trocito de cada trozo del nuevo país que querían construir y que a su vez construía las casas unifamiliares de sus miembros. 

Así, perder Madrid para unos supuso lo mismo que perder Barcelona para otros. Esta dualidad era tan perfecta que, si la caverna dejaba de gobernar en Madrid, no tenía sentido que la estupendísima y moderna (a la que la mano firme y también externalizada de Marta Ferrusola prohibía comportamientos como el divorcio si quería ir en las listas de CDC, así de moderna era) burguesía de Pedralbes gobernara en Barcelona. Pero perdieron el poder a la vez, como si tuvieran que imitarse mutuamente. 

Había que hacer algo. Unas plebiscitarias en las que Convergència y Esquerra tuvieron que coaligarse contra natura (en teoría: hace tiempo que ERC es una versión desferrusolada y sin corbata de CiU) en un remedo llamado Junts Pel Sí para salvar los muebles y hacer que la gente se olvidara de los recortes, de que perdían diez diputados entre los dos partidos y de que, hace unos años, Mas tuvo que entrar en helicóptero, como Tulipán, en el Parlament, por ser pionero en austericidio, podrían funcionar. Y tanto que funcionaron. Fueron una máquina casi tan engrasada como nuestros queridos Ciudadanos (que representaron su papel a la perfección), tanto en Cataluña (donde CSQEP, ese estandarte de la legión romana, se vio atrapada entre independentistas, españolistas y la personalidad de cierto Amado Líder del que pronto hablaremos) como en España.

¿Nos hacemos unas plebiscitarias? 

No en vano, hoy salimos de una precampaña constreñida entre el independentismo catalán y el clima prebélico propiciado por el yihadismo. Terreno abonado para carpetos, vetones y otras adalides de instintos ajenos a la corteza cerebral. 

El CIS es el CIS y su barómetro es el más fiable por los medios de los que dispone y los profesionales que trabajan en él, pero no hay que olvidar quién ordena y manda aunque no sea capaz de decir dos palabras seguidas sin abrazar un cojín.

Pero no repetiremos el escenario de 2011, y sabemos que lo de 2011 es improbable porque, hace poco, en primavera, ciertos señores que nunca pierden y que tenían mucho que perder lo perdieron todo, o al menos perdieron algo.


Aquella tarde, mientras conducía y hacía lo posible para llegar cuanto antes sin matar a nadie...

Basta. Se acabó lo de Aquellos maravillosos años. Más madera. Es la guerra.


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